
Apolo, Dioniso y el surgimiento del verdadero amor
A veces pienso que el matrimonio no es solo un acuerdo ni un ritual, sino una pequeña obra trágica en el sentido más antiguo y profundo.
A veces pienso que el matrimonio no es solo un acuerdo ni un ritual, sino una pequeña obra trágica en el sentido más antiguo y profundo: ese lugar donde Apolo y Dioniso dejan de pelear y empiezan a bailar.
Apolo es la forma, el orden, la claridad. Es la estructura que sostiene la casa, la organización del día, los planes, la promesa dicha con firmeza. Dioniso es lo otro: lo que desborda, lo que quiebra las certezas para que aparezcan emociones nuevas; es la risa, la vulnerabilidad, el instinto, la entrega sin explicación.
Nietzsche decía que la grandeza de la tragedia surgía cuando ambas fuerzas se abrazaban, cuando el mundo dejaba de ser una lista de certezas y se convertía en un territorio vivo, lleno de intensidad y misterio.
Creo que el amor verdadero nace ahí mismo: en ese punto donde Apolo permite que el caos entre un poquito, y donde Dioniso acepta ser sostenido por una forma que no lo asfixia, sino que lo revela.
El matrimonio, visto así, no es una jaula ni un ideal perfecto; es más bien el escenario donde dos energías se reconocen, donde el orden se flexibiliza y el impulso encuentra dirección. Es el lugar donde lo que conocemos del otro —lo apolíneo— convive con todo lo que todavía no conocemos —lo dionisíaco— y sin embargo lo elegimos igual.
Y quizá, en esa mezcla, en ese equilibrio frágil y hermoso, es donde aparece lo que Nietzsche llamaba lo verdaderamente humano: un amor que no pretende controlarlo todo, ni entenderlo todo, pero que aun así se afirma en medio de lo incierto, como una tragedia luminosa que se celebra cada día.
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